miércoles, 7 de julio de 2010

Recuerdos de sal

Aquella noche, como tantas otras, mi padre se levantó de la mesa sin dirigirnos la mirada, la comida en su plato seguía intacta, tan siquiera había tocado los cubiertos de plata. Melaina le observó retirarse con la expresión sombría. Raras veces increpaba mi madre a Athanas, como si compartiera con él el secreto que cubría sus días de silencio y aislamiento, aquello que nosotros solo podíamos indagar para nuestros adentros. Sus ojos perdían frialdad cuando le miraban, a veces dejaban entrever una herida a medio cicatrizar, un anhelo profundo como el océano. Incluso Ykrion permaneció en silencio el resto de la cena, sin crispar los nervios de Melaina con preguntas que nunca eran respondidas.

Elerion aun no había nacido e Ykrion y yo compartíamos el dormitorio en el amplio ático de la casa, era él el que me arropaba y a veces, cuando no podía dormir, desgranaba historias sobre dragones y hombres insecto que vivían bajo la arena en mundos distantes. Pero aquella noche no quería escuchar sus cuentos, ya había aprendido a fingir en aquella temprana edad y acompasé mi respiración a los ritmos del sueño profundo hasta que escuche la respiración de mi hermano volverse pesada. Apenas se elevó un murmullo cuando me posé descalzo sobre el suelo de mármol y crucé las vaporosas cortinas que daban acceso a la ancha terraza. Los grillos cantaban sus canciones desde los altos árboles y los setos que adornaban los jardines en las calles de Lunargenta, la luz azulada que era el aura de la ciudad nocturna llegaba hasta la terraza y dibujaba los contornos de las estatuas y las plantas con fantasmal imprecisión. Acorté la distancia que me separaba del taller de Athanas con una carrera ligera y abrí la puerta con suavidad. Los altos ventanales resplandecían con la luz dorada de las lámparas de aceite y las velas, el olor de la cera caliente me llegó cuando me asomé al interior de la estancia, recordé el olor del templo cuando Melaina nos llevaba para escuchar a los sacerdotes, algo en esa estancia transpiraba la quietud venerable de los lugares donde se honra a la divinidad y la melancolía irracional de su añoranza. No era la primera vez que me escabullía para observar los quehaceres nocturnos de Athanas, siempre me he preguntado si mi padre dormía, si alguna vez sus manos dejaban de estar ocupadas o abstraía la mente de los bocetos y herramientas, por que no importaba si despertaba en plena madrugada y buscaba el sonido de las piedras de pulir para olvidar alguna pesadilla infantil, no importaba si me escapaba después de la cena para escurrirme en su taller, fuera cual fuera la hora de la noche mi padre creaba, dibujaba, moldeaba, tallaba, lo único que dormía y despertaba en ese taller era la belleza en las piedras en bruto que pasaban por sus manos. Le encontré sentado ante la mesa inclinada sobre la que dibujaba los intrincados bocetos, el agua en los diversos recipientes en los que limpiaba los pinceles devolvía el destello de las llamas de las velas, las lámparas de maná permanecían apagadas. Trepé al taburete que permanecía vacío a su lado y observé el dibujo al que la acuarela y la maestría de Athanas daban vida. Una mujer me devolvió la mirada con los ojos anegados del color de la turquesa, intensos y profundos como un océano veteado de algas brillantes, las cejas oscuras se arqueaban con gesto armonioso sobre ellos, las largas pestañas dibujaban sus formas rasgadas, exóticas, su nariz era recta, ligeramente redondeada en la punta y sus labios carnosos vestían el color desvaído de las violetas. El cabello, negro como el ónice, se enredaba en sus brazos de tan largo que era, devolvía destellos azulados a la luz de una luna que teñía su piel de perla nacarada y la hacía resplandecer.

- Yo conozco a esa mujer…- Murmuré, por que nunca levantaba la voz cuando hablaba con mi padre. Él no me miró, deslizó el pincel mimando los cabellos de aquella mujer de mirada triste y pensé que los dos se parecían mucho. Athanas también se sentaba en la playa, con esa misma mirada llena de promesas incumplidas y tristezas añejas. Alrededor de aquella figura semidesnuda que esperaba en la playa brillaban un sinfín de escamas y conchas vacías, las perlas se prendían en su pelo.

- Es una sirena. – Respondió Athanas, tras una eternidad en la que el cielo que cobijaba el mundo en el que esperaba la elfa se había cuajado de estrellas. Su voz era suave, apenas un murmullo que pareció temblar.

- Se te parece mucho… -Athanas dejó el pincel sobre su base y la observó en silencio, pareció asentir.

- Se te parece a ti.

- Mamá dice que no me parezco a ti.

- Tampoco a mamá… – Murmuró.

Parpadeé y observé a la mujer triste, era tan pálida que parecía un fantasma, resplandecía a la luz de la luna. De su cuello pendía un pequeño caballito de mar dorado, que enredaba la cola y observaba al frente con un ojo del color del zafiro. Reconocí aquella talla, del cuello de mi padre pendía uno plateado, invertido aunque idéntico a esa talla que había dibujado en el cuello de la mujer, con los ojos de turquesa engastada. Cuando alce la mirada hacia el rostro de Athanas, que seguía observando con su habitual expresión el dibujo ante si, las lágrimas descendían lentas y silenciosas por sus mejillas, las dejaba pasar como lo dejaba pasar todo en la vida, ignorándolas, en silencio. Mi padre nunca me correspondió un abrazo pero en aquella ocasión dejó que me ciñese a su cintura hasta dormirme, arropado por el susurro triste de las olas de una playa lejana, que resonaban en un hueco imposible de nuestras almas.

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