miércoles, 7 de julio de 2010

La Ciudadela

Los rugidos de los orcos quedan ahogados bajo la explosión del fuego y la sombra, la luz y el acero. Ravenheart e Iradiel se abren paso blandiendo sus armas, la sangre de los viles comienza a manchar el suelo de piedra en abanicos negruzcos. Es la primera vez que piso la Ciudadela y la presencia inconmensurable que he podido sentir durante todas estas semanas en estas tierras resecas se hace patente, llena el aire con la ira de una bestia enjaulada y me golpea vivificando mis propias Sombras. Sé por que no puedo dejar de pensar en esto, sé por que las maldiciones son más mordientes hoy y por que los golpes apenas me duelen.

- ¡No te acerques tanto, brujo!, y relájate o acabarás hiriendo a quien no debes.

Maldito imbécil. ¿Que coño le dijiste para que se fuera de esta manera?. Una nueva bola de Sombras cruza silbando el espacio que me separa de la lucha. Mi voz se está volviendo por momentos más cortante, más segura y agresiva. Siento el impulso de escupir al paladín y regalarle una de mis bendiciones, quiero que el jodido Kirathael se retuerza de dolor en el suelo. Tiene suerte de resultar útil a pesar de ser gilipollas. La luz tintinea, y el crugido del hacha de Iradiel contra el craneo del último de los guerreros que guardaban el puente nos da el aviso. Nos ponemos en guardia al acceder a la plaza elevada que es sobrevolada por un enorme dragón. Me cuesta respirar, Betún se revuelve a mi lado y gruñe, si no baja pronto el jodido dragón con su jodido jinete no podré evitar que ataque al sanador… no querré evitarlo.

Al norte. Ni más ni menos que al puto norte. Eres idiota, Nymrodel. Aprieto los dientes, tengo la carta grabada en la memoria, hace días que me la repito a pesar de haberla destruido, maldigo cada vez que me ha llamado amigo en ella, ni siquiera ha tenido los cojones de despedirse como es debido, de venir y decirme a la cara que es mi amigo pero se va a largar al culo del mundo a que se lo coma la plaga por que no es capaz de soportar el rechazo del imbécil de su maestro.

- ¡Vamos, vamos!.- Me está empujando hacia la plaza. Voy a volverme para espetarle que no me toque cuando el orco salta de la grupa del reptil blandiendo un hacha descomunal que proyecta hacia el tauren, y el sonido chirriante del escudo al parar el golpe me hace volverme y derramar la ira sobre el enemigo en forma de fuego y sombra. Se me están enroscando en el estómago, comienzan a invadir mi cuerpo en un ardor que pronto prende en las runas de mi piel. Betún se cierne sobre el cuello del orco cuando este cae bajo las armas, desgarra piel y rompe hueso. Ravenheart recibe el primer embite del dragón, su pelaje prende con rapidez, pero el tauren semeja una roca inamovible. Iradiel no reza, sentencia con severidad y doblega a la Luz a impartir su justicia, los golpes de su hacha son furiosos y hacen saltar escamas y sangre. Eliannor se mantiene a distancia, concentrada, recitando los hechizos que llaman al fuego. Y el jodido Kirathael no deja de gritarme… la luz tintinea y sana las quemaduras, pero no es el fuego del dragón lo que me está consumiendo, es el mio propio, el que también se alimenta del reptil que se debate ante nosotros y hace inflamarse el suelo a su alrededor. He dejado de ver tras la neblina roja, soy fuego y sombra, y rabia y hambre y no me detengo hasta que la vida del magnifico animal se consume y cae haciendo temblar la enorme estructura de la plaza. Doy un traspié y los brazos de Eliannor me reciben, frescos y suaves. Me sonríe cuando Iradiel baja de un salto del dragón, habiendo arrancado el hacha ensangrentada de la testa del animal. Sus ojos nos miran con orgullo y suficiencia y sonrie al llevarse el hacha al hombro.

- Raven, corta una de las garras, la llevaremos como prueba de muerte. Por hoy ha sido suficiente, lo habeis hecho bien, descansaremos hasta la próxima incursión.

Kirathael me mira con evidente desprecio antes de colgarse la maza del cinto y darse la vuelta con un gesto airado. Estoy demasiado agotado para decirle nada, demasiado agotado incluso para recordar cuanto le odio, y ya empiezan a arderme los ojos de fiebre.

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