miércoles, 7 de julio de 2010

Muerthogar

Iria se apretaba contra mi… medía el transcurrir del tiempo a través de su leve respiración. Hacía horas que mi olfato había quedado embotado, superado por la pestilencia que asolaba el lugar, extendiéndose en forma de un vapor pútrido y verdoso. Y sin embargo, sumido en un extraño espejismo, podía notar al respirar el perfume de los cabellos de Iria, olía como los veranos, a manzana y hierba, y al sol calentando la tierra. Y mi tacto ya no sentía las ásperas costras de sangre y barro, solo hebras sedosas, el rugoso lino… la fresca piel expuesta. Bendije la oscuridad que nos resguardaba y decidí transformar el roce de los huesos de los guardias que custodiaban aquel agujero en el murmullo de los sauces de Bruma Dorada.

En aquel momento ya había olvidado el horror del ataque, el infierno al que nos habían arrojado tan repentinamente aquellas esqueléticas manos surgidas de las mismas sombras retorcidas del bosque que había sido nuestro refugio. Pudimos reconocer rostros, deformados por la muerte, de amigos y vecinos cuyos cuerpos se movían ahora espoleados por una horrible voluntad, cubiertos por las oscuras manchas de la necrosis, su carne corroída por las alimañas que pueblan las fosas comunes y la natural podredumbre que se había detenido de forma tan sobrenatural. Los pocos supervivientes al ataque de Brisa Dorada fuimos capturados en el bosque que nos había refugiado tras la destrucción de la aldea, arrastrados a las extrañas celdas de hueso y metal que constituían una caravana que sembraba muerte y silencio por donde pasaba, que relamía con lengua ávida los restos de vida que aun latían débilmente en lo que una vez fuera la bella Quel’Thalas.

Las verjas de Muerthogar se abrían como fauces hambrientas que rezumaban sangre en lugar de saliva. En silencio, mordiéndonos el miedo y el llanto, supimos que una vez se cerraran aquella inmensa estructura de hueso y sombra nos digeriría, y formaríamos parte de ella, con la misma conciencia de la argamasa y la oscura piedra de sus celdas.

El tiempo se iba dilatando al compás de una respiración que se apagaba hasta detenerse en el momento en que su resollar dejó de producirse, y el lento latido en sus venas se convirtió en un frío que borró por completo el calor del estío en Bruma Dorada. El espejismo se rompió cuando los brazos de Iria dejaron de apretarme con su escasa fuerza. La fiebre y las heridas se la llevaron en una lenta agonía, dejando un cuerpo frío en mis brazos. Poco recuerdo del largo lapso en el que permanecí abrazado a aquel cadáver, tal vez porque debí quedarme sin fuerzas para razonar o recordar, porque las lágrimas ardieron en mis ojos y arrasaron mi cerebro sin atreverse a derramarse, porque la fiebre ya nublaba mi razón… y debía estar delirando cuando vi sus ojos fijarse en mi y sus brazos se agitaron para cerrarse de nuevo alrededor de mi cuerpo, y aquella voz que semejaba un gruñido áspero no era más que la fiebre devorando mis sentidos, su imposible movimiento debía ser la señal de mi cercana muerte… o eso quiero seguir creyendo a pesar de lo real que fue el dolor cuando sus uñas se clavaron en la carne de mis brazos arañándome como una bestia descontrolada. Agoté mis últimas fuerzas en un intento desesperado de apartarla de mi y debió ser el puro instinto de supervivencia lo que me empujó a golpearla contra el suelo con una fuerza rabiosa nacida del horror, a seguir haciéndolo hasta que el crujido húmedo de su cráneo quebrándose se convirtió en el chapoteo de la sangre y sus movimientos no fueron más que espasmos. Una bruma ardiente me abrazó entonces, tragándose miedo y rabia, sofocando el doloroso latido del corazón, dejándome inconsciente sobre el despojo espasmódico en el que se había convertido la que fuera mi prometida. Y la inconsciencia atrapó entre sus brumas los gritos que se colaban desde los barrotes, el entrechocar del acero y el restallido del fuego devorando carne muerta… ya no pude captar el aroma de la salvación, y pensé que mi alma era arrastrada hacia el torbellino cuando alzaron mi cuerpo, y allí me abandoné por completo a la muerte… y a la resurrección.

Mis sueños se tiñeron de niebla… del color profundo del jade, y respirar era como tragar lava líquida, de sabor metálico y amargo, espesa, que devolvía el flujo a mis venas, acelerado, candente, rebosante de vida. Me empujaba a despertar, luchando por mi en aquella batalla contra la fiebre, contra la misma muerte. Y cuando conseguí abrir los ojos, cuando la brisa perfumada de jazmín y rosas de Lunargenta me envolvió en su familiar seno, y el llanto aliviado de mi madre llegó a mis oídos supe que aquel había dejado de ser mi mundo. Y pude recordar la voz de aquel que me liberase, hablando en tono suave a mis oídos dormidos, y la certeza de que él poseía la solución al veneno que aun corría por mis venas me asaltó junto con su nombre…

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