miércoles, 7 de julio de 2010

Recuerdos de arena

El crepitar de la hoguera improvisada se entremezclaba con el sonido viscoso del espeso fluido que transitaba los canales de la ciudad. Desde la plataforma elevada podía asomarse al borde y observar los remolinos respladendecientes, de un verde insano e imposible, burbujeando perezosamente y arrastrando la inmundicia que se volcaba desde la orilla. Mi olfato ya había quedado embotado, casi me resultaban relajantes los murmullos de la ciudad subterranea, donde raras veces se rompía el sacrosanto silencio con charlas anodinas. Meses antes no habría creido ser capaz de vivir alejado de las comodidades de Lunargenta, de la vida perfecta que había comenzado a esquematizar en mi cabeza… todo aquello se borró de un plumazo, y los cambios que se producían con el transcurrir de las décadas en los de mi especie, se aceleraban por la presión del dolor y la necesidad, cuando no queda ningún consuelo más allá de la supervivencia, al menos otros lo aderezaban con la rabia vengativa, a mi solo me quedaba el resentimiento y un regusto a abandono que había aprendido a ahogar con el bourbon de importación.

Tenía la vista algo turbia, la jarra medio vacía y olvidada a un lado mientras tallaba a desgana un pequeño tocón de madera que había conseguido rapiñar. No tenía recursos ni forma de conseguirlos para iniciar una producción decente que pudiera darme lo suficiente para al menos alimentarme sin problemas, me limitaba a no perder mano con los bocetos y las pequeñas tallas en los ratos en que quedaba libre de las lecciones de Ydorn y los recados de los boticarios que me cedían la pequeña celda que me hacía las veces de vivienda. Esta vez se estaba formando en la madera la difusa forma de un caballito de mar, enroscando su cola y con la testa alta y orgullosa, solo era una silueta, pero a medida que tomaba forma iba haciéndolo también el recuerdo difuso de días pasados, no tan lejanos como para haberlos olvidado por completo, pero si enturbiados por los acontecimientos… a veces era imposible esquivar la añoranza, imposible que la soledad no se enroscase sobre si misma.

Le gustaban las criaturas marinas, todo lo relacionado con el vasto oceano, desde las brillantes arenas hasta las conchas vacías que aguardaban en su fresco seno, desde las aguas cristalinas y agitadas hasta los seres que moraban donde no llegaba luz alguna. Mi padre salía a veces de su estudio, caminaba por la calle del Alba, en un silencio meditabundo, sin responder a los saludos de los acomodados ciudadanos de Lunargenta, que le consideraban un artesano con talento, pero un elfo distante, intratable en general. Sus pasos le llevaban invariablemente al puente que unía las puertas de la ciudad con la Isla del Caminante del Sol, y allí bordeaba la costa, descalzo, y se sentaba para hundir las manos en la arena y perder la mirada en el horizonte. Nunca se quejó de que Ykrion y yo le siguieramos, y mi hermano mayor siempre respetaba su silencio en esos lapsos, le daba una tregua en sus intentos de hacerle reaccionar, de abstraerle del mundo de bocetos y piedras brillantes en el que vivía. Hablaba poco, y cuando lo hacía era para señalar alguna forma caprichosa de las nubes, algún brillo en la arena que indicase la posición de conchas nacaradas o cristales pulidos por el agua a los que yo no tardaba en dar caza para alimentar mi extensa colección de tesoros infantiles. Se establecía una extraña comunicación entre nosotros, un lenguaje silencioso y melancólico que de alguna manera hilvana los pensamientos en una sola dirección… sé que soñabamos con volar sobre la superficie turbulenta del mar, huir de la dorada Lunargenta en busca de ese horizonte lejano, de aquello que añorabamos sin saber de qué se trataba. Yo no lo sabía, en la mirada de mi padre, no obstante, se traslucía la tristeza de la pérdida, de una herida abierta que ninguno podiamos entender. Y así como habiamos llegado, en silencio, recorriamos el camino de vuelta, yo olvidando la melancolía a medida que la ciudad me absorvía de nuevo, Athanas cabizbajo y pensativo, con sus ojos de azul ultramar apagados, Ykrion preocupado, pues sabía que volvería a encerrarse en el taller, que se sumiría en semanas de silencio y trabajo compulsivo y que cuando volviera a salir, lo haría para encerrarse más en si mismo, para torturarse con el horizonte como un angel con las alas rotas.

Un chapoteo, el gorgoteo fétido del líquido que abrazaba la pequeña talla. El caballito de mar de madera parecía luchar por mantenerse a flote, pero finalmente fue arrastrado por la espesa corriente, hacia el fondo, a unirse con el resto de desperdicios de tantas vidas perdidas. La corriente se lo llevó, y así hundí yo también el mordiente recuerdo de los atardeceres y el rumor de las olas, y la mirada de abismo de mi padre, tragandome el nudo con un trago del contenido agrio de la petaca.

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