miércoles, 7 de julio de 2010

En las Entrañas

No me quedaba capacidad para preguntarme qué hacía o como me había arrastrado hasta allí. Mis manos tanteaban las paredes viscosas, caminaba a tientas con la mirada perdida en la neblina febril, algunos rostros de facciones grotescas y borrosas se volvieron hacia mi, y siguieron su camino en el silencioso bullicio de Entrañas, a nadie apenaría ni sorprendería una muerte más, se limitarían a arrastrar mi cuerpo al exterior y quemarlo o esperar a que algo peor sucediera. No iba a rendirme, el aire se colaba a duras penas entre mis dientes y el sabor acre de su fetidez me llenó la boca, no me quedaba nada en el estómago que vomitar, pero aun me contraía al seguir caminando, arrastrándome a través de los pasillos de la ciudad llevado por una suerte de voluntad residual. Un tacto suave me retuvo y traté de fijar la mirada en el resplandor débil y azulado de dos ojos que se fijaban en mi.

- Sangreluz…- Susurré, exorcizándome al fin de la palabra que rebotaba en mi cabeza, que empezaba a resultar desesperante, y lo repetí como un hambriento reclamando comida, ahogando la voz femenina que me interrogaba con acento de preocupación. Debió ser su apoyó lo que me hizo bajar la guardia y las nieblas brillantes que cubrían mi mirada se tragaron mi consciencia, sumiéndome en un sueño arrasado por la sed extraña que me atormentaba desde incontables días.

Fue un tacto áspero y frío lo que me despertó, y una punzada de alivio cuando me contraje al derramarse una sensación de frescura sobre mi rostro. Abrí los ojos y me atraganté al toparme de frente con la figura encorvada y grotesca de una pequeña alimaña, que me miraba con dos ascuas verdeantes en lugar de ojos y una sonrisa de colmillos afilados. Me abrió los párpados y la boca como en una suerte de inspección médica y se rió con un sonido chirriante cuando reculé sin ser capaz de tocarle para apartarlo de mi pecho, donde permanecía de pie.

- ¡Oh, condenada sabandija! Creo recordar que te dije que estuvieras quieto. – Una mano de dedos largos lo agarró por las largas orejas y lo sacudió en el aire antes de dejarlo caer unos metros más allá del jergón de paja donde me encontraba recostado. Volví a sentir nauseas al respirar el hediondo aire del lugar.- Veamos como está nuestro doliente. Haz algo útil y trae agua y comida, gusarapo.

El animalejo brincó y rezongó, y crei escuchar palabras inteligibles entre sus gruñidos fastidiados antes de que desapareciese por el arco bajo de la entrada. Apoyé la espalda en la humeda pared del habitáculo, acabando de acostumbrar la visión a la luz tenue de un par de fanales de maná que iluminaban la figura del imponente elfo que me brindaba cobijo. Sorprendido, pude constatar que veía con total nitidez, que mi piel se encontraba seca y fresca y la terrible sed se había disipado como un mal sueño. El elfo me tendió un cuenco, donde humeaba un té de olor dulzón y agradable.

- Esta situación es verdaderamente sorprendente. – Comentó mientras tomaba asiento sobre un ornado y envejecido sillón, con la espalda recta y una pose demasiado digna para el lugar en el que estábamos. La larga cabellera plateada se derramaba perfectamente ordenada sobre sus hombros, peinada hacia atrás y sin adorno alguno, como marcaba la moda, y vestía una toga de colores que incluso a la luz mortecina del maná resultaban vívidos y chillones. Su aspecto impoluto estaba tan fuera de lugar como la manera en la que esos ojos me escrutaban, con una caida de párpados que le daban el aire altivo de un noble y el mentón alzado subrayando su distinción. Se dibujó una sonrisa en aquellos finos labios que se me antojó cálida a pesar de la frialdad de sus gestos. – Si os soy sincero, joven orfebre, no esperaba que siguierais vivo.

- ¿Es… es usted Lord Sangreluz?.- Doblé las rodillas, apretando el cuenco caliente entre mis manos, no es que tuviera frio, al menos no físicamente, aquel lugar resultaba desolador, y comenzaba a recordar cada paso que me había traido hasta allí. Debía parecer un crio mirándole así.

- Sin duda que lo soy.- Respondió alzando un poco más la barbilla, llevándose el cuenco que sostenía con una mano a los labios y bebiendo como si se tratase del mejor de los vinos.- Y vos sois el hijo de los Solámbar de Lunargenta. Excelente joyería, por cierto.

- Gra…gracias.- Respondí, casi por inercia.

- No era un cumplido. ¿Que os trae por esta fétida ciudad?

- Us…usted, señor…- Me esforcé en alzar la voz y que no me temblase, comenzaba a tener miedo, a arrepentirme de haber abandonado Lunargenta.- Usted me trajo a casa tras…

Asintió. Tragué saliva y no continué. Apenas tenía un recuerdo borroso de lo sucedido aquellas noches y el rostro del elfo que me arrastró fuera del infierno de Muerthogar ni siquiera me resultaba familiar, fue Elerion el que me contó como el antes Conde de Brisaveloz me devolvió sano y salvo a lo que quedaba de nuestra casa, y como madre se asustó y escandalizó hasta el punto de cerrarle la puerta en las narices tras cojerme y echarse a llorar.

- Si no estoy… muerto es gracias a usted… Madre no entendía como pude restablecerme… yo… yo tampoco. – Murmuré, bajando la vista al té que aun humeaba. – ¿Tiene la cura?

Se me quedó mirando largo rato, pensativo, no dubitativo, no parecía tener una respuesta clara a esa pregunta. Se rascó la barbilla y se inclinó hacia adelante en el sillón, dejando a un lado el cuenco que sostenía y fijando en mi una mirada de brillo verdoso en el fondo de la cual se atisvaba una decisión.

- Os tomaré como mi aprendiz, joven Solámbar.- Sentenció, y se me heló la sangre en las venas.- Sin duda esto es fruto de la providencia, pues ni deberíais estar aquí ni tan siquiera encontraros con vida.

Apreté el cuenco entre las manos, temblando. Madre me advirtió cuando me decidí a buscar a Sangreluz, No vuelvas si le encuentras, dijo, no vuelvas si es su hechicería lo que te mantiene con vida, prefiero perder un hijo por saberle muerto que de esta manera. El nudo en la garganta me impedía hablar, había oído historias terribles sobre demonios y cultos que se nutrían de sacrificios y atrocidades. Pero aquel hombre me había salvado la vida, había vuelto a hacerlo, pues al despertar en su presencia de nuevo el hálito de la muerte había dejado de derramarse en mi nuca, poseía un secreto que estaba regalándome el precioso tiempo de una vida que me negaba a abandonar.

- Y tengo la certeza de que así encontraremos la razón de tu mejoría.

Se levantó cuando volvió aquella alimaña cargada con bolsas de pan y víveres. Ahora tenía la certeza de lo que era aquel retorcido ser, que por un instante me miró con deliberada malicia, como si fuera consciente de lo que el noble me acababa de decir y de lo que yo estaba pensando.

Me tragué el nudo como pude, con la sensación de estar vendiendo mi alma al responderle.

- Y…yo también… maestro.

No hay comentarios:

Publicar un comentario